ðåôåðàòû êîíñïåêòû êóðñîâûå äèïëîìíûå ëåêöèè øïîðû

Ðåôåðàò Êóðñîâàÿ Êîíñïåêò

APÉNDICE 3

APÉNDICE 3 - ðàçäåë Èíîñòðàííûå ÿçûêè, E. L. James Cincuenta Sombras De Grey Límites Tolerables A Discutir Y Acordar Por Ambas Partes:...

Límites tolerables

A discutir y acordar por ambas partes:

 

¿Acepta la Sumisa lo siguiente?

 

• Masturbación

• Penetración vaginal

• Cunnilingus

• Fisting vaginal

• Felación

• Penetración anal

• Ingestión de semen

• Fisting anal

 

– De puño nada, dices. ¿Hay algo más a lo que te opongas? -pregunta con ternura.

Trago saliva.

– La penetración anal tampoco es que me entusiasme.

– Por lo del puño paso, pero no querría renunciar a tu culo, Anastasia. Bueno, ya veremos. Además, tampoco es algo a lo que podamos lanzarnos sin más. -Me sonríe maliciosamente-. Tu culo necesitará algo de entrenamiento.

– ¿Entrenamiento? -susurro.

– Oh, sí. Habrá que prepararlo con mimo. La penetración anal puede resultar muy placentera, créeme. Pero si lo probamos y no te gusta, no tenemos por qué volver a hacerlo.

Me sonríe.

Lo miro espantada. ¿Cree que me va a gustar? ¿Cómo sabe él que resulta placentero?

– ¿Tú lo has hecho? -le susurro.

– Sí.

Madre mía. Ahogo un jadeo.

– ¿Con un hombre?

– No. Nunca he hecho nada con un hombre. No me va.

– ¿Con la señora Robinson?

– Sí.

Madre mía… ¿cómo? Frunzo el ceño. Sigue repasando la lista.

– Y la ingestión de semen… Bueno, eso se te da de miedo.

Me sonrojo, y la diosa que llevo dentro se infla de orgullo.

– Entonces… -Me mira sonriente-. Tragar semen, ¿vale?

Asiento con la cabeza, incapaz de mirarlo a los ojos, y vuelvo a apurar mi taza.

– ¿Más? -me pregunta.

– Más. -Y de pronto, mientras me rellena la taza, recuerdo la conversación que hemos mantenido antes. ¿Se refiere a eso o solo al champán? ¿Forma parte del juego todo esto del champán?

– ¿Juguetes sexuales? -pregunta.

Me encojo de hombros, mirando la lista.

 

¿Acepta la Sumisa lo siguiente?

 

• Vibradores

• Consoladores

• Tapones anales

• Otros juguetes vaginales/anales

 

– ¿Tapones anales? ¿Eso sirve para lo que pone en el envase?

Arrugo la nariz, asqueada.

– Sí. -Sonríe-. Y hace referencia a la penetración anal de antes. Al entrenamiento.

– Ah… ¿y el «otros»?

– Cuentas, huevos… ese tipo de cosas.

– ¿Huevos? -inquiero alarmada.

– No son huevos de verdad -ríe a carcajadas, meneando la cabeza.

Lo miro con los labios fruncidos.

– Me alegra ver que te hago tanta gracia.

No logro ocultar que me siento dolida.

Deja de reírse.

– Mis disculpas. Lo siento, señorita Steele -dice tratando de parecer arrepentido, pero sus ojos aún chispean-. ¿Algún problema con los juguetes?

– No -espeto.

– Anastasia -dice, zalamero-, lo siento. Créeme. No pretendía burlarme. Nunca he tenido esta conversación de forma tan explícita. Eres tan inexperta… Lo siento.

Me mira con ojos grandes, grises, sinceros.

Me relajo un poco y bebo otro sorbo de champán.

– Vale… bondage -dice volviendo a la lista.

La examino, y la diosa que llevo dentro da saltitos como una niña a la espera de un helado.

 

¿Acepta la Sumisa lo siguiente?

 

• Bondage con cuerda

• Bondage con cinta adhesiva

• Bondage con muñequeras de cuero

• Otros tipos de bondage

• Bondage con esposas y grilletes

 

Christian me mira arqueando las cejas.

– ¿Y bien?

– De acuerdo -susurro y vuelvo a mirar rápidamente la lista.

 

¿Acepta la Sumisa los siguientes tipos de bondage?

 

• Manos al frente

• Muñecas con tobillos

• Tobillos

• A objetos, muebles, etc.

• Codos

• Barras rígidas

• Manos a la espalda

• Suspensión

• Rodillas

 

¿Acepta la Sumisa que se le venden los ojos?

¿Acepta la Sumisa que se la amordace?

 

– Ya hemos hablado de la suspensión y, si quieres ponerla como límite infranqueable, me parece bien. Lleva mucho tiempo y, de todas formas, solo te tengo a ratos pequeños. ¿Algo más?

– No te rías de mí, pero ¿qué es una barra rígida?

– Prometo no reírme. Ya me he disculpado dos veces. -Me mira furioso-. No me obligues a hacerlo de nuevo -me advierte. Y tengo la sensación de encogerme visiblemente… madre mía, qué tirano-. Una barra rígida es una barra con esposas para los tobillos y/o las muñecas. Es divertido.

– Vale… De acuerdo con lo de amordazarme… Me preocupa no poder respirar.

– A mí también me preocuparía que no respiraras. No quiero asfixiarte.

– Además, ¿cómo voy a usar las palabras de seguridad estando amordazada?

Hace una pausa.

– Para empezar, confío en que nunca tengas que usarlas. Pero si estás amordazada, lo haremos por señas -dice sin más.

Lo miro espantada. Pero, si estoy atada, ¿cómo lo voy a hacer? Se me empieza a nublar la mente… Mmm, el alcohol.

– Lo de la mordaza me pone nerviosa.

– Vale. Tomo nota.

Lo miro fijamente y entonces empiezo a comprender.

– ¿Te gusta atar a tus sumisas para que no puedan tocarte?

Me mira abriendo mucho los ojos.

– Esa es una de las razones -dice en voz baja.

– ¿Por eso me has atado las manos?

– Sí.

– No te gusta hablar de eso -murmuro.

– No, no me gusta. ¿Te apetece más champán? Te está envalentonando, y necesito saber lo que piensas del dolor.

Maldita sea… esta es la parte chunga. Me rellena la taza, y doy un sorbo.

– A ver, ¿cuál es tu actitud general respecto a sentir dolor? -Christian me mira expectante-. Te estás mordiendo el labio -me dice en tono amenazante.

Paro de inmediato, pero no sé qué decir. Me ruborizo y me miro las manos.

– ¿Recibías castigos físicos de niña?

– No.

– Entonces, ¿no tienes ningún ámbito de referencia?

– No.

– No es tan malo como crees. En este asunto, tu imaginación es tu peor enemigo -susurra.

– ¿Tienes que hacerlo?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Es parte del juego, Anastasia. Es lo que hay. Te veo nerviosa. Repasemos los métodos.

Me enseña la lista. Mi subconsciente sale corriendo, gritando, y se esconde detrás del sofá.

 

• Azotes

• Azotes con pala

• Latigazos

• Azotes con vara

• Mordiscos

• Pinzas para pezones

• Pinzas genitales

• Hielo

• Cera caliente

• Otros tipos/métodos de dolor

 

– Vale, has dicho que no a las pinzas genitales. Muy bien. Lo que más duele son los varazos.

Palidezco.

– Ya iremos llegando a eso.

– O mejor no llegamos -susurro.

– Esto forma parte del trato, nena, pero ya iremos llegando a todo eso. Anastasia, no te voy a obligar a nada horrible.

– Todo esto del castigo es lo que más me preocupa -digo con un hilo de voz.

– Bueno, me alegro de que me lo hayas dicho. Quitamos los varazos de la lista de momento. Y, a medida que te vayas sintiendo más cómoda con todo lo demás, incrementaremos la intensidad. Lo haremos despacio.

Trago saliva, y él se inclina y me besa en la boca.

– Ya está, no ha sido para tanto, ¿no?

Me encojo de hombros, con el corazón en la boca otra vez.

– A ver, quiero comentarte una cosa más antes de llevarte a la cama.

– ¿A la cama? -pregunto parpadeando muy deprisa, y la sangre me bombea por todo el cuerpo, calentándome sitios que no sabía que existían hasta hace muy poco.

– Vamos, Anastasia, después de repasar todo esto, quiero follarte hasta la semana que viene, desde ahora mismo. Debe de haber tenido algún efecto en ti también.

Me estremezco. La diosa que llevo dentro jadea.

– ¿Ves? Además, quiero probar una cosa.

– ¿Me va a doler?

– No… deja de ver dolor por todas partes. Más que nada es placer. ¿Te he hecho daño hasta ahora?

Me ruborizo.

– No.

– Pues entonces. A ver, antes me hablabas de que querías más.

Se interrumpe, de pronto indeciso.

Madre mía… ¿adónde va a llegar esto?

Me agarra la mano.

– Podríamos probarlo durante el tiempo en que no seas mi sumisa. No sé si funcionará. No sé si podremos separar las cosas. Igual no funciona. Pero estoy dispuesto a intentarlo. Quizá una noche a la semana. No sé.

Madre mía… me quedo boquiabierta, mi subconsciente está en estado de shock. ¡Christian Grey acepta más! ¡Está dispuesto a intentarlo! Mi subconsciente se asoma por detrás del sofá, con una expresión aún conmocionada en su rostro de arpía.

– Con una condición.

Estudia con recelo mi expresión de perplejidad.

– ¿Qué? -digo en voz baja.

Lo que sea. Te doy lo que sea.

– Que aceptes encantada el regalo de graduación que te hago.

– Ah.

Y muy en el fondo sé lo que es. Brota el temor en mi vientre.

Me mira fijamente, evaluando mi reacción.

– Ven -murmura, y se levanta y tira de mí.

Se quita la cazadora, me la echa por los hombros y se dirige a la puerta.

Aparcado fuera hay un descapotable rojo de tres puertas, un Audi.

– Para ti. Feliz graduación -susurra, estrechándome en sus brazos y besándome el pelo.

Me ha comprado un puñetero coche, completamente nuevo, a juzgar por su aspecto. Vaya… si ya me costó aceptar los libros. Lo miro alucinada, intentando desesperadamente decidir cómo me siento. Por un lado, me horroriza; por otro, lo agradezco, me flipa que realmente lo haya hecho, pero la emoción predominante es el enfado. Sí, estoy enfadada, sobre todo después de todo lo que le dije de los libros… pero, claro, ya lo ha comprado. Cogiéndome de la mano, me lleva por el camino de entrada hasta esa nueva adquisición.

– Anastasia, ese Escarabajo tuyo es muy viejo y francamente peligroso. Jamás me lo perdonaría si te pasara algo cuando para mí es tan fácil solucionarlo…

Él me mira, pero, de momento, yo no soy capaz de mirarlo. Contemplo en silencio el coche, tan asombrosamente nuevo y de un rojo tan luminoso.

– Se lo comenté a tu padrastro. Le pareció una idea genial -me susurra.

Me vuelvo y lo miro furiosa, boquiabierta de espanto.

– ¿Le mencionaste esto a Ray? ¿Cómo has podido?

Me cuesta que me salgan las palabras. ¿Cómo te atreves? Pobre Ray. Siento náuseas, muerta de vergüenza por mi padre.

– Es un regalo, Anastasia. ¿Por qué no me das las gracias y ya está?

– Sabes muy bien que es demasiado.

– Para mí, no; para mi tranquilidad, no.

Lo miro ceñuda, sin saber qué decir. ¡Es que no lo entiende! Él ha tenido dinero toda la vida. Vale, no toda la vida -de niño, no-, y entonces mi perspectiva cambia. La idea me serena y veo el coche con otros ojos, sintiéndome culpable por mi arrebato de resentimiento. Su intención es buena, desacertada, pero con buen fondo.

– Te agradezco que me lo prestes, como el portátil.

Suspira hondo.

– Vale. Te lo presto. Indefinidamente.

Me mira con recelo.

– No, indefinidamente, no. De momento. Gracias.

Frunce el ceño. Me pongo de puntillas y le doy un beso en la mejilla.

– Gracias por el coche, señor -digo con toda la ternura de la que soy capaz.

Me agarra de pronto y me estrecha contra su cuerpo, con una mano en la espalda reteniéndome y la otra agarrándome el pelo.

– Eres una mujer difícil, Ana Steele.

Me besa apasionadamente, obligándome a abrir la boca con la lengua, sin contemplaciones.

Me excito al instante y le devuelvo el beso con idéntica pasión. Lo deseo inmensamente, a pesar del coche, de los libros, de los límites tolerables… de los varazos… lo deseo.

– Me está costando una barbaridad no follarte encima del capó de este coche ahora mismo, para demostrarte que eres mía y que, si quiero comprarte un puto coche, te compro un puto coche -gruñe-. Venga, vamos dentro y desnúdate.

Me planta un beso rápido y brusco.

Vaya, sí que está enfadado. Me coge de la mano y me lleva de nuevo dentro y derecha al dormitorio… sin ningún tipo de preámbulo. Mi subconsciente está otra vez detrás del sofá, con la cabeza escondida entre las manos. Christian enciende la luz de la mesilla y se detiene, mirándome fijamente.

– Por favor, no te enfades conmigo -le susurro.

Me mira impasible; sus ojos grises son como fríos pedazos de cristal ahumado.

– Siento lo del coche y lo de los libros… -Me interrumpo. Guarda silencio, pensativo-. Me das miedo cuando te enfadas -digo en voz baja, mirándolo.

Cierra los ojos y mueve la cabeza. Cuando los abre, su expresión se ha suavizado. Respira hondo y traga saliva.

– Date la vuelta -susurra-. Quiero quitarte el vestido.

Otro cambio brusco de humor; me cuesta seguirlo. Obediente, me vuelvo y el corazón se me alborota; el deseo reemplaza de inmediato a la inquietud, me recorre la sangre y se instala, oscuro e intenso, en mi vientre. Me recoge el pelo de la espalda de forma que me cuelga por el hombro derecho, enroscándose en mi pecho. Me pone el dedo índice en la nuca y lo arrastra dolorosamente por mi columna vertebral. Su uña me araña la piel.

– Me gusta este vestido -murmura-. Me gusta ver tu piel inmaculada.

Acerca el dedo al borde de mi vestido, a mitad de la espalda, lo engancha y tira de él para arrimarme a su cuerpo. Inclinándose, me huele el pelo.

– Qué bien hueles, Anastasia. Muy agradable.

Me roza la oreja con la nariz, desciende por mi cuello y va regándome el hombro de besos tiernos, suavísimos.

Se altera mi respiración, se vuelve menos honda, precipitada, llena de expectación. Tengo sus dedos en la cremallera. La baja, terriblemente despacio, mientras sus labios se deslizan, lamiendo, besando, succionando hasta el otro hombro. Esto se le da seductoramente bien. Mi cuerpo vibra y empiezo a estremecerme lánguidamente bajo sus caricias.

– Vas… a… tener… que… a…prender… a estarte… quieta -me susurra, besándome la nuca entre cada palabra.

Tira del cierre del cuello y el vestido cae y se arremolina a mis pies.

– Sin sujetador, señorita Steele. Me gusta.

Alarga las manos y me coge los pechos, y los pezones se yerguen bajo su tacto.

– Levanta los brazos y cógete a mi cabeza -me susurra al cuello.

Obedezco de inmediato y mis pechos se elevan y se acomodan en sus manos; los pezones se me endurecen aún más. Hundo los dedos en su cabeza y, con mucha delicadeza, le tiro del suave y sexy pelo. Ladeo la cabeza para facilitarle el acceso a mi cuello.

– Mmm… -me ronronea detrás de la oreja mientras empieza a pellizcarme los pezones con sus dedos largos, imitando los movimientos de mis manos en su pelo.

Percibo la sensación con nitidez en la entrepierna, y gimo.

– ¿Quieres que te haga correrte así? -me susurra.

Arqueo la espalda para acomodar mis pechos a sus manos expertas.

– Le gusta esto, ¿verdad, señorita Steele?

– Mmm…

– Dilo.

Continúa la tortura lenta y sensual, pellizcando suavemente.

– Sí.

– Sí, ¿qué?

– Sí… señor.

– Buena chica.

Me pellizca con fuerza, y mi cuerpo se retuerce convulso contra el suyo.

Jadeo por el exquisito y agudo dolor placentero. Lo noto pegado a mí. Gimo y le tiro del pelo con fuerza.

– No creo que estés lista para correrte aún -me susurra dejando de mover las manos, me muerde flojito el lóbulo de la oreja y tira-. Además, me has disgustado.

Oh, no… ¿qué querrá decir con eso?, me pregunto envuelta en la bruma del intenso deseo mientras gruño de placer.

– Así que igual no dejo que te corras.

Vuelve a centrar sus dedos en mis pezones, tirando, retorciéndolos, masajeándolos. Aprieto el trasero contra su cuerpo y lo muevo de un lado a otro.

Noto su sonrisa en el cuello mientras sus manos se desplazan a mis caderas. Me mete los dedos por las bragas, por detrás, tira de ellas, clava los pulgares en el tejido, las desgarra y las lanza frente a mí para que las vea… Dios mío. Baja las manos a mi sexo y, desde atrás, me mete despacio un dedo.

– Oh, sí. Mi dulce niña ya está lista -me dice dándome la vuelta para que lo mire. Su respiración se ha acelerado. Se mete el dedo en la boca-. Qué bien sabe, señorita Steele.

Suspira. Madre mía, el dedo le debe de saber salado… a mí.

– Desnúdame -me ordena en voz baja, mirándome fijamente, con los ojos entreabiertos.

Lo único que llevo puesto son los zapatos… bueno, los zapatos de taconazo de Kate. Estoy desconcertada. Nunca he desnudado a un hombre.

– Puedes hacerlo -me incita suavemente.

Pestañeo deprisa. ¿Por dónde empiezo? Alargo las manos a su camiseta y me las coge, sonriéndome seductor.

– Ah, no. -Menea la cabeza, sonriente-. La camiseta, no; para lo que tengo planeado, vas a tener que acariciarme.

Los ojos le brillan de excitación.

Vaya, esto es nuevo: puedo acariciarlo con la ropa puesta. Me coge una mano y la planta en su erección.

– Este es el efecto que me produce, señorita Steele.

Jadeo y le envuelvo el paquete con los dedos. Él sonríe.

– Quiero metértela. Quítame los vaqueros. Tú mandas.

Madre mía, yo mando. Me deja boquiabierta.

– ¿Qué me vas a hacer? -me tienta.

Uf, la de cosas que se me ocurren… La diosa que llevo dentro ruge y, no sé bien cómo, fruto de la frustración, el deseo y la pura valentía Steele, lo tiro a la cama. Ríe al caer y yo lo miro desde arriba, sintiéndome victoriosa. La diosa que llevo dentro está a punto de estallar. Le quito los zapatos, deprisa, torpemente, y los calcetines. Me mira; los ojos le brillan de diversión y de deseo. Lo veo… glorioso… mío. Me subo a la cama y me monto a horcajadas encima de él para desabrocharle los vaqueros, deslizando los dedos por debajo de la cinturilla, notando, ¡sí!, su vello púbico. Cierra los ojos y mueve las caderas.

– Vas a tener que aprender a estarte quieto -lo reprendo, y le tiro del vello.

Se le entrecorta la respiración, y me sonríe.

– Sí, señorita Steele -murmura con los ojos encendidos-. Condón, en el bolsillo -susurra.

Le hurgo en el bolsillo, despacio, observando su rostro mientras voy palpando. Tiene la boca abierta. Saco los dos paquetitos con envoltorio de aluminio que encuentro y los dejo en la cama, a la altura de sus caderas. ¡Dos! Mis dedos ansiosos buscan el botón de la cinturilla y lo desabrocho, después de manosearlo un poco. Estoy más que excitada.

– Qué ansiosa, señorita Steele -susurra con la voz teñida de complacencia.

Le bajo la cremallera y de pronto me encuentro con el problema de cómo bajarle los pantalones… Mmm. Me deslizo hasta abajo y tiro. Apenas se mueven. Frunzo el ceño. ¿Cómo puede ser tan difícil?

– No puedo estarme quieto si te vas a morder el labio -me advierte, y luego levanta la pelvis de la cama para que pueda bajarle los pantalones y los boxers a la vez, uau… liberarlo. Tira la ropa al suelo de una patada.

Cielo santo, todo eso para jugar yo solita. De pronto, es como si fuera Navidad.

– ¿Qué vas a hacer ahora? -me dice, todo rastro de diversión ya desaparecido.

Alargo la mano y lo acaricio, observando su expresión mientras lo hago. Su boca forma una O, e inspira hondo. Su piel es tan tersa y suave… y recia… mmm, qué deliciosa combinación. Me inclino hacia delante, el pelo me cae por la cara; y me lo meto en la boca. Chupo, con fuerza. Cierra los ojos, sus caderas se agitan debajo de mí.

– Dios, Ana, tranquila -gruñe.

Me siento poderosa; qué sensación tan estimulante, la de provocarlo y probarlo con la boca y la lengua. Se tensa mientras chupo arriba y abajo, empujándolo hasta el fondo de la garganta, con los labios apretados… una y otra vez.

– Para, Ana, para. No quiero correrme.

Me incorporo, mirándolo extrañada y jadeando como él, pero confundida. ¿No mandaba yo? La diosa que llevo dentro se siente como si le hubieran quitado el helado de las manos.

– Tu inocencia y tu entusiasmo me desarman -jadea-. Tú, encima… eso es lo que tenemos que hacer.

Ah…

– Toma, pónmelo.

Me pasa un condón.

Maldita sea. ¿Cómo? Rasgo el paquete y me encuentro con la goma pegajosa entre las manos.

– Pellizca la punta y ve estirándolo. No conviene que quede aire en el extremo de ese mamón -resopla.

Así que, muy despacio, concentradísima, hago lo que me dice.

– Dios mío, me estás matando, Anastasia -gruñe.

Admiro mi obra y a él. Ciertamente es un espécimen masculino fabuloso. Mirarlo me excita muchísimo.

– Venga. Quiero hundirme en ti -susurra.

Me lo quedo mirando, atemorizada, y él se incorpora de pronto, de modo que estamos nariz con nariz.

– Así -me dice y, pasando una mano por mis caderas, me levanta un poco; con la otra, se coloca debajo de mí y, muy despacio, me penetra con suavidad.

Gruño cuando me dilata, llenándome, y la boca se me desencaja ante esa sensación abrumadora, agonizante, sublime y dulce. Ah… por favor.

– Eso es, nena, siénteme, entero -gime y cierra los ojos un instante.

Y lo tengo dentro, ensartado hasta el fondo, y él me tiene inmóvil, segundos… minutos… no tengo ni idea, mirándome fijamente a los ojos.

– Así entra más adentro -masculla.

Dobla y mece las caderas con ritmo, y yo gimo… madre mía… la sensación se propaga por todo mi vientre… a todas partes. ¡Joder!

– Otra vez -susurro.

Sonríe despacio y me complace.

Gimiendo, alzo la cabeza, el pelo me cae por la espalda, y muy despacio él se deja caer sobre la cama.

– Muévete tú, Anastasia, sube y baja, lo que quieras. Cógeme las manos -me dice con voz ronca, grave, sensualísima.

Me agarro con fuerza, como si me fuera la vida en ello. Muy despacio, subo y vuelvo a bajar. Le arden los ojos de salvaje expectación. Su respiración es entrecortada, como la mía, y levanta la pelvis cuando yo bajo, haciéndome subir de nuevo. Cogemos el ritmo… arriba, abajo, arriba, abajo… una y otra vez… y me gusta… mucho. Entre mis jadeos, la penetración honda y desbordante, la ardiente sensación que me recorre entera y que crece rápidamente, lo miro, nuestras miradas se encuentran… y veo asombro en sus ojos, asombro ante mí.

Me lo estoy follando. Mando yo. Es mío, y yo suya. La idea me empuja, me exalta, me catapulta, y me corro… entre gritos incoherentes. Me agarra por las caderas y, cerrando los ojos y echando la cabeza hacia atrás, con la mandíbula apretada, se corre en silencio. Me derrumbo sobre su pecho, sobrecogida, en algún lugar entre la fantasía y la realidad, un lugar sin límites tolerables ni infranqueables.

 


Poco a poco el mundo exterior invade mis sentidos y, madre mía, menuda invasión. Floto, con las extremidades desmadejadas y lánguidas, completamente exhausta. Estoy tumbada encima de él, con la cabeza en su pecho, y huele de maravilla: a ropa limpia y fresca y a algún gel corporal caro, y al mejor y más seductor aroma del planeta… a Christian. No quiero moverme, quiero respirar ese elixir eternamente. Lo acaricio con la nariz y pienso que ojalá no tuviera el obstáculo de su camiseta. Mientras el resto de mi cuerpo recobra la cordura, extiendo la mano sobre su pecho. Es la primera vez que se lo toco. Tiene un pecho firme, fuerte. De pronto levanta la mano y me agarra la mía, pero suaviza el efecto llevándosela a la boca y besándome con ternura los nudillos. Luego se revuelve y se me pone encima, de forma que ahora me mira desde arriba.

– No -murmura, y me besa suavemente.

– ¿Por qué no te gusta que te toquen? -susurro, contemplando desde abajo sus ojos grises.

– Porque estoy muy jodido, Anastasia. Tengo muchas más sombras que luces. Cincuenta sombras más.

Ah… Su sinceridad me desarma por completo. Lo miro extrañada.

– Tuve una introducción a la vida muy dura. No quiero aburrirte con los detalles. No lo hagas y ya está.

Frota su nariz con la mía, luego sale de mí y se incorpora.

– Creo que ya hemos cubierto lo más esencial. ¿Qué tal ha ido?

Parece plenamente satisfecho de sí mismo y suena muy pragmático a la vez, como si acabara de poner una marca en una lista de objetivos. Aún estoy aturdida con el comentario sobre la «introducción a la vida muy dura». Resulta tan frustrante… Me muero por saber más, pero no me lo va a contar. Ladeo la cabeza, como él, y hago un esfuerzo inmenso por sonreírle.

– Si piensas que he llegado a creerme que me cedías el control es que no has tenido en cuenta mi nota media. -Le sonrío tímidamente-. Pero gracias por dejar que me hiciera ilusiones.

– Señorita Steele, no es usted solo una cara bonita. Ha tenido seis orgasmos hasta la fecha y los seis me pertenecen -presume, de nuevo juguetón.

Me sonrojo y me asombro a la vez, mientras él me mira desde arriba. Frunce el ceño.

– ¿Tienes algo que contarme? -me dice de pronto muy serio.

Lo miro ceñuda. Mierda.

– He soñado algo esta mañana.

– ¿Ah, sí?

Me mira furioso.

Mierda, mierda. ¿A que ya la he liado?

– Me he corrido en sueños.

– ¿En sueños?

– Y me he despertado.

– Apuesto a que sí. ¿Qué soñabas?

Mierda.

– Contigo.

– ¿Y qué hacía yo?

Me vuelvo a tapar los ojos con el brazo y, como si fuera una niña pequeña, acaricio por un instante la fantasía de que, si yo no lo veo, él a mí tampoco.

– Anastasia, ¿qué hacía yo? No te lo voy a volver a preguntar.

– Tenías una fusta.

Me aparta el brazo.

– ¿En serio?

– Sí.

Estoy muy colorada.

– Vaya, aún me queda esperanza contigo -murmura-. Tengo varias fustas.

– ¿Marrón, de cuero trenzado?

Ríe.

– No, pero seguro que puedo hacerme con una.

Se inclina hacia delante, me da un beso breve, se pone de pie y coge sus boxers. Oh, no… se va. Miro rápidamente la hora: son solo las diez menos veinte. Salgo también escopeteada de la cama y cojo mis pantalones de chándal y mi camiseta de tirantes, y luego me siento en la cama, con las piernas cruzadas, observándolo. No quiero que se vaya. ¿Qué puedo hacer?

– ¿Cuándo te toca la regla? -interrumpe mis pensamientos.

¿Qué?

– Me revienta ponerme estas cosas -protesta, sosteniendo en alto el condón.

Lo deja en el suelo y se pone los vaqueros.

– ¿Eh? -dice al ver que no respondo, y me mira expectante, como si esperara mi opinión sobre el tiempo.

Madre mía, eso es algo tan personal…

– La semana que viene.

Me miro las manos.

– Vas a tener que buscarte algún anticonceptivo.

Qué mandón es. Lo miro trastornada. Se sienta en la cama para ponerse los calcetines y los zapatos.

– ¿Tienes médico?

Niego con la cabeza. Ya estamos otra vez con las fusiones y adquisiciones, otro cambio de humor de ciento ochenta grados.

Frunce el ceño.

– Puedo pedirle a la mía que pase a verte por tu piso. El domingo por la mañana, antes de que vengas a verme tú. O le puedo pedir que te visite en mi casa, ¿qué prefieres?

Sin agobios, ¿no? Otra cosa que me va a pagar… claro que esto es por él.

– En tu casa.

Así me aseguro de que lo veré el domingo.

– Vale. Ya te diré a qué hora.

– ¿Te vas?

No te vayas… Quédate conmigo, por favor.

– Sí.

¿Por qué?

– ¿Cómo vas a volver? -le susurro.

– Taylor viene a recogerme.

– Te puedo llevar yo. Tengo un coche nuevo precioso.

Me mira con expresión tierna.

– Eso ya me gusta más, pero me parece que has bebido demasiado.

– ¿Me has achispado a propósito?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Porque les das demasiadas vueltas a las cosas y te veo tan reticente como a tu padrastro. Con una gota de alcohol ya estás hablando por los codos, y yo necesito que seas sincera conmigo. De lo contrario, te cierras como una ostra y no tengo ni idea de lo que piensas. In vino veritas, Anastasia.

– ¿Y crees que tú eres siempre sincero conmigo?

– Me esfuerzo por serlo. -Me mira con recelo-. Esto solo saldrá bien si somos sinceros el uno con el otro.

– Quiero que te quedes y uses esto.

Sostengo en alto el segundo condón.

Me sonríe divertido y le brillan los ojos.

– Anastasia, esta noche me he pasado mucho de la raya. Tengo que irme. Te veo el domingo. Tendré listo el contrato revisado y entonces podremos empezar a jugar de verdad.

– ¿A jugar?

Dios mío. Se me sube el corazón a la boca.

– Me gustaría tener una sesión contigo, pero no lo haré hasta que hayas firmado, para asegurarme de que estás lista.

– Ah. ¿O sea que podría alargar esto si no firmo?

Me mira pensativo, luego se dibuja una sonrisa en sus labios.

– Supongo que sí, pero igual reviento de la tensión.

– ¿Reventar? ¿Cómo?

La diosa que llevo dentro ha despertado y escucha atenta.

Asiente despacio y sonríe, provocador.

– La cosa podría ponerse muy fea.

Su sonrisa es contagiosa.

– ¿Cómo… fea?

– Ah, ya sabes, explosiones, persecuciones en coche, secuestro, cárcel…

– ¿Me vas a secuestrar?

– Desde luego -afirma sonriendo.

– ¿A retenerme en contra de mi voluntad?

Madre mía, cómo me pone esto.

– Por supuesto. -Asiente con la cabeza-. Y luego viene el IPA 24/7.

– Me he perdido -digo con el corazón retumbando en el pecho.

¿Lo dirá en serio?

– Intercambio de Poder Absoluto, las veinticuatro horas.

Le brillan los ojos y percibo su excitación incluso desde donde estoy.

Madre mía.

– Así que no tienes elección -me dice con aire burlón.

– Claro -digo sin poder evitar el sarcasmo mientras alzo la vista a las alturas.

– Ay, Anastasia Steele, ¿me acabas de poner los ojos en blanco?

Mierda.

– ¡No! -chillo.

– Me parece que sí. ¿Qué te he dicho que haría si volvías a poner los ojos en blanco?

Joder. Se sienta al borde de la cama.

– Ven aquí -me dice en voz baja.

Palidezco. Uf, va en serio. Me siento y lo miro, completamente inmóvil.

– Aún no he firmado -susurro.

– Te he dicho lo que haría. Soy un hombre de palabra. Te voy a dar unos azotes, y luego te voy a follar muy rápido y muy duro. Me parece que al final vamos a necesitar ese condón.

Me habla tan bajito, en un tono tan amenazador, que me excita muchísimo. Las entrañas casi se me retuercen de deseo puro, vivo y pujante. Me mira, esperando, con los ojos encendidos. Descruzo las piernas tímidamente. ¿Salgo corriendo? Se acabó: nuestra relación pende de un hilo, aquí, ahora. ¿Le dejo que lo haga o me niego y se terminó? Porque sé que, si me niego, se acabó. ¡Hazlo!, me suplica la diosa que llevo dentro. Mi subconsciente está tan paralizada como yo.

– Estoy esperando -dice-. No soy un hombre paciente.

Oh, Dios, por todos los santos… Jadeo, asustada, excitada. La sangre me bombea frenéticamente por todo el cuerpo, siento las piernas como flanes. Despacio, me voy acercando a él hasta situarme a su lado.

– Buena chica -masculla-. Ahora ponte de pie.

Mierda. ¿Por qué no acaba ya con esto? No sé si voy a sostenerme en pie. Titubeando, me levanto. Me tiende la mano y yo le doy el condón. De pronto me agarra y me tumba sobre su regazo. Con un solo movimiento suave, ladea el cuerpo de forma que mi tronco descansa sobre la cama, a su lado. Me pasa la pierna derecha por encima de las mías y planta el brazo izquierdo sobre mi cintura, sujetándome para que no me mueva. Joder.

– Sube las manos y colócalas a ambos lados de la cabeza -me ordena.

Obedezco inmediatamente.

– ¿Por qué hago esto, Anastasia? -pregunta.

– Porque he puesto los ojos en blanco.

Casi no puedo hablar.

– ¿Te parece que eso es de buena educación?

– No.

– ¿Vas a volver a hacerlo?

– No.

– Te daré unos azotes cada vez que lo hagas, ¿me has entendido?

Muy despacio, me baja los pantalones de chándal. Jo, qué degradante. Degradante, espeluznante y excitante. Se está pasando un montón con esto. Tengo el corazón en la boca. Me cuesta respirar. Mierda… ¿me va a doler?

Me pone la mano en el trasero desnudo, me manosea con suavidad, acariciándome en círculos con la mano abierta. De pronto su mano ya no está ahí… y entonces me da, fuerte. ¡Au! Abro los ojos de golpe en respuesta al dolor e intento levantarme, pero él me pone la mano entre los omoplatos para impedirlo. Vuelve a acariciarme donde me ha pegado; le ha cambiado la respiración: ahora es más fuerte y agitada. Me pega otra vez, y otra, rápido, seguido. Dios mío, duelo. No rechisto, con la cara contraída de dolor. Retorciéndome, trato de esquivar los golpes, espoleada por el subidón de adrenalina que me recorre el cuerpo entero.

– Estate quieta -protesta-, o tendré que azotarte más rato.

Primero me frota, luego viene el golpe. Empieza a seguir un ritmo: caricia, manoseo, azote. Tengo que concentrarme para sobrellevar el dolor. Procuro no pensar en nada y digerir la desagradable sensación. No me da dos veces seguidas en el mismo sitio: está extendiendo el dolor.

– ¡Aaaggg! -grito al quinto azote, y caigo en la cuenta de que he ido contando mentalmente los golpes.

– Solo estoy calentando.

Me vuelve a dar y me acaricia con suavidad. La combinación de dolorosos azotes y suaves caricias me nubla la mente por completo. Me pega otra vez; cada vez me cuesta más aguantar. Me duele la cara de tanto contraerla. Me acaricia y me suelta otro golpe. Vuelvo a gritar.

– No te oye nadie, nena, solo yo.

Y me azota otra vez, y otra. Muy en el fondo, deseo rogarle que pare. Pero no lo hago. No quiero darle esa satisfacción. Prosigue con su ritmo implacable. Grito seis veces más. Dieciocho azotes en total. Me arde el cuerpo entero, me arde por su despiadada agresión.

– Ya está -dice con voz ronca-. Bien hecho, Anastasia. Ahora te voy a follar.

Me acaricia con suavidad el trasero, que me arde mientras me masajea en círculos y hacia abajo. De pronto me mete dos dedos, cogiéndome completamente por sorpresa. Ahogo un grito; la nueva agresión se abre paso a través de mi entumecido cerebro.

– Siente esto. Mira cómo le gusta esto a tu cuerpo, Anastasia. Te tengo empapada.

Hay asombro en su voz. Mueve los dedos, metiendo y sacando deprisa.

Gruño y me quejo. No, seguro que no… Entonces los dedos desaparecen, y yo me quedo con las ganas.

– La próxima vez te haré contar. A ver, ¿dónde está ese condón?

Alarga la mano para cogerlo y luego me levanta despacio para ponerme boca abajo sobre la cama. Lo oigo bajarse la cremallera y rasgar el envoltorio del preservativo. Me baja los pantalones de chándal de un tirón y me levanta las rodillas, acariciándome despacio el trasero dolorido.

– Te la voy a meter. Te puedes correr -masculla.

¿Qué? Como si tuviera otra elección…

Y me penetra, hasta el fondo, y yo gimo ruidosamente. Se mueve, entra y sale a un ritmo rápido e intenso, empujando contra mi trasero dolorido. La sensación es más que deliciosa, cruda, envilecedora, devastadora. Tengo los sentidos asolados, desconectados, me concentro únicamente en lo que me está haciendo, en lo que siento, en ese tirón ya familiar en lo más hondo de mi vientre, que se agudiza, se acelera. NO… y mi cuerpo traicionero estalla en un orgasmo intenso y desgarrador.

– ¡Ay, Ana! -grita cuando se corre él también, agarrándome fuerte mientras se vacía en mi interior.

Se desploma a mi lado, jadeando intensamente, y me sube encima de él y hunde la cara en mi pelo, estrechándome en sus brazos.

– Oh, nena -dice-. Bienvenida a mi mundo.

Nos quedamos ahí tumbados, jadeando los dos, esperando a que nuestra respiración se normalice. Me acaricia el pelo con suavidad. Vuelvo a estar tendida sobre su pecho. Pero esta vez no tengo fuerzas para levantar la mano y palparlo. Uf, he sobrevivido. No ha sido para tanto. Tengo más aguante de lo que pensaba. La diosa que llevo dentro está postrada, o al menos calladita. Christian me acaricia de nuevo el pelo con la nariz, inhalando hondo.

– Bien hecho, nena -susurra con una alegría muda en la voz.

Sus palabras me envuelven como una toalla suave y mullida del hotel Heathman, y me encanta verlo contento.

Me coge el tirante de la camiseta.

– ¿Esto es lo que te pones para dormir? -me pregunta en tono amable.

– Sí -respondo medio adormilada.

– Deberías llevar seda y satén, mi hermosa niña. Te llevaré de compras.

– Me gusta lo que llevo -mascullo, procurando sin éxito sonar indignada.

Me da otro beso en la cabeza.

– Ya veremos -dice.

Seguimos así unos minutos más, horas, a saber; creo que me quedo traspuesta.

– Tengo que irme -dice e, inclinándose hacia delante, me besa con suavidad en la frente-. ¿Estás bien? -añade en voz baja.

Medito la respuesta. Me duele el trasero. Bueno, lo tengo al rojo vivo. Sin embargo, asombrosamente, aunque agotada, me siento radiante. El pensamiento me resulta aleccionador, inesperado. No lo entiendo.

– Estoy bien -susurro.

No quiero decir más.

Se levanta.

– ¿Dónde está el baño?

– Por el pasillo, a la izquierda.

Recoge el otro condón y sale del dormitorio. Me incorporo con dificultad y vuelvo a ponerme los pantalones de chándal. Me rozan un poco el trasero aún escocido. Me confunde mucho mi reacción. Recuerdo que me dijo -aunque no recuerdo cuándo- que me sentiría mucho mejor después de una buena paliza. ¿Cómo puede ser? De verdad que no lo entiendo. Sin embargo, curiosamente, es cierto. No puedo decir que haya disfrutado de la experiencia -de hecho, aún haría lo que fuera por evitar que se repitiera-, pero ahora… tengo esa sensación rara y serena de recordarlo todo con una plenitud absolutamente placentera. Me cojo la cabeza con las manos. No lo entiendo.

Christian vuelve a entrar en la habitación. No puedo mirarlo a los ojos. Bajo la vista a mis manos.

– He encontrado este aceite para niños. Déjame que te dé un poco en el trasero.

¿Qué?

– No, ya se me pasará.

– Anastasia -me advierte, y estoy a punto de poner los ojos en blanco, pero me reprimo enseguida.

Me coloco mirando hacia la cama. Se sienta a mi lado y vuelve a bajarme con cuidado los pantalones. Sube y baja, como las bragas de una puta, observa con amargura mi subconsciente. Le digo mentalmente adónde se puede ir. Christian se echa un poco de aceite en la mano y me embadurna el trasero con delicada ternura: de desmaquillador a bálsamo para un culo azotado… ¿quién iba a pensar que resultaría un líquido tan versátil?

– Me gusta tocarte -murmura.

Y debo coincidir con él: a mí también que lo haga.

– Ya está -dice cuando termina, y vuelve a subirme los pantalones.

Miro de reojo el reloj. Son las diez y media.

– Me marcho ya.

– Te acompaño.

Sigo sin poder mirarlo.

Cogiéndome de la mano, me lleva hasta la puerta. Por suerte, Kate aún no está en casa. Aún debe de andar cenando con sus padres y con Ethan. Me alegra de verdad que no estuviera por aquí y pudiera oír mi castigo.

– ¿No tienes que llamar a Taylor? -pregunto, evitando el contacto visual.

– Taylor lleva aquí desde las nueve. Mírame -me pide.

Me esfuerzo por mirarlo a los ojos, pero, cuando lo hago, veo que él me contempla admirado.

– No has llorado -murmura, y luego de pronto me agarra y me besa apasionadamente-. Hasta el domingo -susurra en mis labios, y me suena a promesa y a amenaza.

Lo veo enfilar el camino de entrada y subirse al enorme Audi negro. No mira atrás. Cierro la puerta y me quedo indefensa en el salón de un piso en el que solo pasaré dos noches más. Un sitio en el que he vivido feliz casi cuatro años. Pero hoy, por primera vez, me siento sola e incómoda aquí, a disgusto conmigo misma. ¿Tanto me he distanciado de la persona que soy? Sé que, bajo mi exterior entumecido, no muy lejos de la superficie, acecha un mar de lágrimas. ¿Qué estoy haciendo? La paradoja es que ni siquiera puedo sentarme y hartarme de llorar. Tengo que estar de pie. Sé que es tarde, pero decido llamar a mi madre.

– ¿Cómo estás, cielo? ¿Qué tal la graduación? -me pregunta entusiasmada al otro lado de la línea.

Su voz me resulta balsámica.

– Siento llamarte tan tarde -le susurro.

Hace una pausa.

– ¿Ana? ¿Qué pasa? -dice, de pronto muy seria.

– Nada, mamá, me apetecía oír tu voz.

Guarda silencio un instante.

– Ana, ¿qué ocurre? Cuéntamelo, por favor.

Su voz suena suave y tranquilizadora, y sé que le preocupa. Sin previo aviso, se me empiezan a caer las lágrimas. He llorado tanto en los últimos días…

– Por favor, Ana -me dice, y su angustia refleja la mía.

– Ay, mamá, es por un hombre.

– ¿Qué te ha hecho?

Su alarma es palpable.

– No es eso.

Aunque en realidad, sí lo es. Oh, mierda. No quiero preocuparla. Solo quiero que alguien sea fuerte por mí en estos momentos.

– Ana, por favor, me estás preocupando.

Inspiro hondo.

– Es que me he enamorado de un tío que es muy distinto de mí y no sé si deberíamos estar juntos.

– Ay, cielo, ojalá pudiera estar contigo. Siento mucho haberme perdido tu graduación. Te has enamorado de alguien, por fin. Cielo, los hombres tienen lo suyo. Son de otra especie. ¿Cuánto hace que lo conoces?

Desde luego Christian es de otra especie… de otro planeta.

– Casi tres semanas o así.

– Ana, cariño, eso no es nada. ¿Cómo se puede conocer a nadie en ese tiempo? Tómatelo con calma y mantenlo a raya hasta que decidas si es digno de ti.

Uau. La repentina perspicacia de mi madre me desconcierta, pero, en este caso, llega tarde. ¿Que si es digno de mí? Interesante concepto. Siempre me pregunto si yo soy digna de él.

– Cielo, te noto triste. Ven a casa, haznos una visita. Te echo de menos, cariño. A Bob también le encantaría verte. Así te distancias un poco y quizá puedas ver las cosas con un poco de perspectiva. Necesitas un descanso. Has estado muy liada.

Madre mía, qué tentación. Huir a Georgia. Disfrutar de un poco de sol, salir de copas. El buen humor de mi madre, sus brazos amorosos…

– Tengo dos entrevistas de trabajo en Seattle el lunes.

– Qué buena noticia.

Se abre la puerta y aparece Kate, sonriéndome. Su expresión se vuelve sombría cuando ve que he estado llorando.

– Mamá, tengo que colgar. Me pensaré lo de ir a veros. Gracias.

– Cielo, por favor, no dejes que un hombre te trastoque la vida. Eres demasiado joven. Sal a divertirte.

– Sí, mamá. Te quiero.

– Te quiero muchísimo, Ana. Cuídate, cielo.

Cuelgo y me enfrento a Kate, que me mira furiosa.

– ¿Te ha vuelto a disgustar ese capullo indecentemente rico?

– No… es que… eh… sí.

– Mándalo a paseo, Ana. Desde que lo conociste, estás muy trastornada. Nunca te había visto así.

El mundo de Katherine Kavanagh es muy claro: blanco o negro. No tiene los tonos de gris vagos, misteriosos e intangibles que colorean el mío. «Bienvenida a mi mundo.»

– Siéntate, vamos a hablar. Nos tomamos un vino. Ah, ya has bebido champán. -Examina la botella-. Del bueno, además.

Sonrío sin ganas, mirando aprensiva el sofá. Me acerco a él con cautela. Uf, sentarme.

– ¿Te encuentras bien?

– Me he caído de culo.

No se le ocurre poner en duda mi explicación, porque soy una de las personas más descoordinadas del estado de Washington. Jamás pensé que un día me vendría bien. Me siento, con mucho cuidado, y me sorprende agradablemente ver que estoy bien. Procuro prestar atención a Kate, pero la cabeza se me va al Heathman: «Si fueras mía, después del numerito que montaste ayer no podrías sentarte en una semana». Me lo dijo entonces, pero en aquel momento yo no pensaba más que en ser suya. Todas las señales de advertencia estaban ahí, y yo estaba demasiado despistada y demasiado enamorada para reparar en ellas.

Kate vuelve al salón con una botella de vino tinto y las tazas lavadas.

– Venga.

Me ofrece una taza de vino. No sabrá tan bueno como el Bolly.

– Ana, si es el típico capullo que pasa de comprometerse, mándalo a paseo. Aunque la verdad es que no entiendo por qué tendría que suceder. En el entoldado no te quitaba los ojos de encima, te vigilaba como un halcón. Yo diría que estaba completamente embobado, pero igual tiene una forma curiosa de demostrarlo.

¿Embobado? ¿Christian? ¿Una forma curiosa de demostrarlo? Ya te digo.

– Es complicado, Kate. ¿Qué tal tu noche? -pregunto.

No puedo hablar de esto con Kate sin revelarle demasiado, pero basta con una pregunta sobre su día para que se olvide del tema. Resulta tranquilizador sentarse a escuchar su parloteo habitual. La gran noticia es que Ethan igual se viene a vivir con nosotras cuando vuelvan de vacaciones. Será divertido: con Ethan es un no parar de reír. Frunzo el ceño. No creo que a Christian le parezca bien. Me da igual. Tendrá que tragar. Me tomo un par de tazas de vino y decido irme a la cama. Ha sido un día muy largo. Kate me da un abrazo y coge el teléfono para llamar a Elliot.

Después de lavarme los dientes, echo un vistazo al cacharro infernal. Hay un correo de Christian.

 

 

De: Christian Grey

Fecha: 26 de mayo de 2011 23:14

Para: Anastasia Steele

Asunto: Usted

 

Querida señorita Steele:

Es sencillamente exquisita. La mujer más hermosa, inteligente, ingeniosa y valiente que he conocido jamás. Tómese un ibuprofeno (no es un mero consejo). Y no vuelva a coger el Escarabajo. Me enteraré.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

 

¡Que no vuelva a coger mi coche! Tecleo mi respuesta.

 

 

De: Anastasia Steele

Fecha: 26 de mayo de 2011 23:20

Para: Christian Grey

Asunto: Halagos

 

Querido señor Grey:

Con halagos no llegarás a ninguna parte, pero, como ya has estado en todas, da igual. Tendré que coger el Escarabajo para llevarlo a un concesionario y venderlo, de modo que no voy hacer ni caso de la bobada que me propones. Prefiero el tinto al ibuprofeno.

 

Ana

 

P.D.: Para mí, los varazos están dentro de los límites INFRANQUEABLES.

 

Le doy a «Enviar».

 

 

De: Christian Grey

Fecha: 26 de mayo de 2011 23:26

Para: Anastasia Steele

Asunto: Las mujeres frustradas no saben aceptar cumplidos

 

Querida señorita Steele:

No son halagos. Debería acostarse.

Acepto su incorporación a los límites infranqueables.

No beba demasiado.

Taylor se encargará de su coche y lo revenderá a buen precio.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

 

 

De: Anastasia Steele

Fecha: 26 de mayo de 2011 23:40

Para: Christian Grey

Asunto: ¿Será Taylor el hombre adecuado para esa tarea?

 

Querido señor:

Me asombra que te importe tan poco que tu mano derecha conduzca mi coche, pero sí que lo haga una mujer a la que te follas de vez en cuando. ¿Cómo sé yo que Taylor me va a conseguir el mejor precio por el coche? Siempre me he dicho, seguramente antes de conocerte, que estaba conduciendo una auténtica ganga.

 

Ana

 

 

De: Christian Grey

Fecha: 26 de mayo de 2011 23:44

Para: Anastasia Steele

Asunto: ¡Cuidado!

 

Querida señorita Steele:

Doy por sentado que es el TINTO lo que le hace hablar así, y que el día ha sido muy largo. Aunque me siento tentado de volver allí y asegurarme de que no se siente en una semana, en vez de una noche.

Taylor es ex militar y capaz de conducir lo que sea, desde una moto a un tanque Sherman. Su coche no supone peligro alguno para él.

Por favor, no diga que es «una mujer a la que me follo de vez en cuando», porque, la verdad, me ENFURECE, y le aseguro que no le gustaría verme enfadado.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

 

 

De: Anastasia Steele

Fecha: 26 de mayo de 2011 23:57

Para: Christian Grey

Asunto: Cuidado, tú

 

Querido señor Grey:

No estoy segura de que yo te guste, sobre todo ahora.

 

Señorita Steele

 

 

De: Christian Grey

Fecha: 27 de mayo de 2011 00:03

Para: Anastasia Steele

Asunto: Cuidado, tú

 

¿Por qué no me gustas?

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

 

 

De: Anastasia Steele

Fecha: 27 de mayo de 2011 00:09

Para: Christian Grey

Asunto: Cuidado, tú

 

Porque nunca te quedas en casa.

 

Hala, eso le dará algo en lo que pensar. Cierro el cacharro con una indiferencia que no siento y me meto en la cama. Apago la lamparita y me quedo mirando al techo. Ha sido un día muy largo, un vaivén emocional constante. Me ha gustado pasar un rato con Ray. Lo he visto bien y, curiosamente, le ha gustado Christian. Jo, y la cotilla de Kate… Oír a Christian decir que había pasado hambre. ¿De qué coño va todo eso? Dios, y el coche. Ni siquiera le he comentado a Kate lo del coche nuevo. ¿En qué estaría pensando Christian?

Y encima esta noche me ha pegado de verdad. En mi vida me habían pegado. ¿Dónde me he metido? Muy despacio, las lágrimas, retenidas por la llegada de Kate, empiezan a rodarme por los lados de la cara hasta las orejas. Me he enamorado de alguien tan emocionalmente cerrado que no conseguiré más que sufrir -en el fondo, lo sé-, alguien que, según él mismo admite, está completamente jodido. ¿Por qué está tan jodido? Debe de ser horrible estar tan tocado como él; la idea de que de niño fuera víctima de crueldades insoportables me hace llorar aún más. Quizá si fuera más normal no le interesarías, contribuye con sarcasmo mi subconsciente a mis reflexiones. Y en lo más profundo de mi corazón sé que es cierto. Me doy la vuelta, se abren las compuertas… y, por primera vez en años, lloro desconsoladamente con la cara hundida en la almohada.

Los gritos de Kate me distraen momentáneamente de mis oscuros pensamientos.

«¿Qué coño crees que haces aquí?»

«¡Vale, pues no puedes!»

«¿Qué coño le has hecho ahora?»

«Desde que te conoció, se pasa el día llorando.»

«¡No puedes venir aquí!»

Christian irrumpe en mi dormitorio y, sin ceremonias, enciende la luz del techo, obligándome a apretar los ojos.

– Dios mío, Ana -susurra.

La apaga otra vez y, en un segundo, lo tengo a mi lado.

– ¿Qué haces aquí? -pregunto espantada entre sollozos.

Mierda, no puedo parar de llorar.

Enciende la lamparita y me hace guiñar los ojos de nuevo. Viene Kate y se queda en el umbral de la puerta.

– ¿Quieres que eche a este gilipollas de aquí? -me dice irradiando una hostilidad termonuclear.

Christian la mira arqueando una ceja, sin duda asombrado por el halagador epíteto y su brutal antipatía. Niego con la cabeza y ella me pone los ojos en blanco. Huy, yo no haría eso delante del señor G.

– Dame una voz si me necesitas -me dice más serena-. Grey, estás en mi lista negra y te tengo vigilado -le susurra furiosa.

Él la mira extrañado, y ella da media vuelta y entorna la puerta, pero no la cierra.

Christian me mira con expresión grave, el rostro demacrado. Lleva la americana de raya diplomática y del bolsillo interior saca un pañuelo y me lo da. Creo que aún tengo el otro por alguna parte.

– ¿Qué pasa? -me pregunta en voz baja.

– ¿A qué has venido? -le digo yo, ignorando su pregunta.

Mis lágrimas han cesado milagrosamente, pero las convulsiones siguen sacudiendo mi cuerpo.

– Parte de mi papel es ocuparme de tus necesidades. Me has dicho que querías que me quedara, así que he venido. Y te encuentro así. -Me mira extrañado, verdaderamente perplejo-. Seguro que es culpa mía, pero no tengo ni idea de por qué. ¿Es porque te he pegado?

Me incorporo, con una mueca de dolor por mi trasero escocido. Me siento y lo miro.

– ¿Te has tomado un ibuprofeno?

Niego con la cabeza. Entorna los ojos, se pone de pie y sale de la habitación. Lo oigo hablar con Kate, pero no lo que dicen. Al poco, vuelve con pastillas y una taza de agua.

– Tómate esto -me ordena con delicadeza mientras se sienta en la cama a mi lado.

Hago lo que me dice.

– Cuéntame -susurra-. Me habías dicho que estabas bien. De haber sabido que estabas así, jamás te habría dejado.

Me miro las manos. ¿Qué puedo decir que no haya dicho ya? Quiero más. Quiero que se quede porque él quiera quedarse, no porque esté hecha una magdalena. Y no quiero que me pegue, ¿acaso es mucho pedir?

– Doy por sentado que, cuando me has dicho que estabas bien, no lo estabas.

Me ruborizo.

– Pensaba que estaba bien.

– Anastasia, no puedes decirme lo que crees que quiero oír. Eso no es muy sincero -me reprende-. ¿Cómo voy a confiar en nada de lo que me has dicho?

Lo miro tímidamente y lo veo ceñudo, con una mirada sombría en los ojos. Se pasa ambas manos por el pelo.

– ¿Cómo te has sentido cuando te estaba pegando y después?

– No me ha gustado. Preferiría que no volvieras a hacerlo.

– No tenía que gustarte.

– ¿Por qué te gusta a ti?

Lo miro.

Mi pregunta lo sorprende.

– ¿De verdad quieres saberlo?

– Ah, créeme, me muero de ganas.

Y no puedo evitar el sarcasmo.

Vuelve a fruncir los ojos.

– Cuidado -me advierte.

Palidezco.

– ¿Me vas a pegar otra vez?

– No, esta noche no.

Uf… Mi subconsciente y yo suspiramos de alivio.

– ¿Y bien? -insisto.

– Me gusta el control que me proporciona, Anastasia. Quiero que te comportes de una forma concreta y, si no lo haces, te castigaré, y así aprenderás a comportarte como quiero. Disfruto castigándote. He querido darte unos azotes desde que me preguntaste si era gay.

Me sonrojo al recordarlo. Uf, hasta yo quise darme de tortas por esa pregunta. Así que la culpable de esto es Katherine Kavanagh: si hubiera ido ella a la entrevista y le hubiera hecho la pregunta, sería ella la que estaría aquí sentada

– Êîíåö ðàáîòû –

Ýòà òåìà ïðèíàäëåæèò ðàçäåëó:

E. L. James Cincuenta Sombras De Grey

Íà ñàéòå allrefs.net ÷èòàéòå: Os. E L James...

Åñëè Âàì íóæíî äîïîëíèòåëüíûé ìàòåðèàë íà ýòó òåìó, èëè Âû íå íàøëè òî, ÷òî èñêàëè, ðåêîìåíäóåì âîñïîëüçîâàòüñÿ ïîèñêîì ïî íàøåé áàçå ðàáîò: APÉNDICE 3

×òî áóäåì äåëàòü ñ ïîëó÷åííûì ìàòåðèàëîì:

Åñëè ýòîò ìàòåðèàë îêàçàëñÿ ïîëåçíûì ëÿ Âàñ, Âû ìîæåòå ñîõðàíèòü åãî íà ñâîþ ñòðàíè÷êó â ñîöèàëüíûõ ñåòÿõ:

Âñå òåìû äàííîãî ðàçäåëà:

Agradecimientos
Quiero agradecer a las siguientes personas su ayuda y su apoyo: A mi marido, Niall, gracias por aguantar mi obsesión, por ser un dios doméstico y por hacer la primera revisi&

El incumplimiento de cualquiera de las normas anteriores será inmediatamente castigado, y el Amo determinará la naturaleza del castigo.
  Madre mía. – ¿Límites infranqueables? -le pregunto. – Sí. Lo que no harás tú y lo que no haré yo. Tenemos q

LÍMITES INFRANQUEABLES
Actos con fuego. Actos con orina, defecación y excrementos. Actos con agujas, cuchillos, perforaciones y sangre. Actos con instrumental médico ginecol&oacut

TÉRMINOS FUNDAMENTALES
2. El propósito fundamental de este contrato es permitir que la Sumisa explore su sensualidad y sus límites de forma segura, con el debido respeto y miramiento por sus necesidades, su

FUNCIONES
7. El Amo será responsable del bienestar y del entrenamiento, la orientación y la disciplina de la Sumisa. Decidirá el tipo de entrenamiento, la orientación y la discipl

INICIO Y VIGENCIA
10. El Amo y la Sumisa firman este contrato en la fecha de inicio, conscientes de su naturaleza y comprometiéndose a acatar sus condiciones sin excepción. 11. Este contrato s

DISPONIBILIDAD
12. La Sumisa estará disponible para el Amo desde el viernes por la noche hasta el domingo por la tarde, todas las semanas durante la vigencia del contrato, a horas a especificar por el Amo

PRESTACIÓN DE SERVICIOS
15. Las dos partes han discutido y acordado las siguientes prestaciones de servicios, y ambas deberán cumplirlas durante la vigencia del contrato. Ambas partes aceptan que pueden surgir cues

PALABRAS DE SEGURIDAD
18. El Amo y la Sumisa admiten que el Amo puede solicitar a la Sumisa acciones que no puedan llevarse a cabo sin incurrir en daños físicos, mentales, emocionales, espirituales o de ot

APÉNDICE 2
Límites infranqueables Actos con fuego. Actos con orina, defecación y excrementos. Actos con agujas, cuchillos, perforaciones y sangre. Actos con i

APÉNDICE 3
Límites tolerables A discutir y acordar por ambas partes:   ¿Acepta la Sumisa lo siguiente?   • Masturbación • P

El incumplimiento de cualquiera de las normas anteriores será inmediatamente castigado, y el Amo determinará la naturaleza del castigo.
  – ¿Así que lo de la obediencia sigue en pie? – Oh, sí. Sonríe. Muevo la cabeza divertida y, sin darme cuenta, pongo los ojos e

E. L. James
E. L. James ha desempeñado varios cargos ejecu

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